martes, 15 de septiembre de 2009

¿Por qué se inscribieron tan pocos jóvenes en los registros electorales?

Otra columna de Tironi que motiva un comentario de mi parte. Se trata esta vez de “No se inscribirán”, publicada hoy:
http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2009/09/15/no-se-inscribiran.asp

Los jóvenes actuales se interesan poco no sólo en la política, también en el curso de los temas que afectan a la sociedad. ¿Por qué? Porque sus intereses se centran en la sociabilización de sus gustos y la comunidad que gira alrededor de ellos. No son hijos ni de Pinochet ni de la Concertación, su generación es hija del mercado, una época donde la política no ofrece nada parecidamente atractivo a las tantísimas ofertas de consumo  dedicadas a crear, satisfacer y alentar sus gustos.

Pero en décadas anteriores, los cordones umbilicales que conectaron a los jóvenes con la realidad social fueron políticos. Durante los años 60s y 70s, los índices de participación electoral aumentaron particularmente en este segmento etario. La causa fue la polarización, el enfrentamiento entre visiones de mundo opuestas, lo que se tradujo también en pugnas generacionales. En esos tiempos, la política fue central porque en su terreno se libró una batalla ideológica. Un escenario así de candente extendió su influencia y puso a lo social en el centro de estas miradas oponentes: mientras la izquierda quería transformar el statu quo, la derecha quería conservarlo. Así las cosas, la política podía concebirse como un medio determinante en procura de uno de estos fines; bastante concreto y reaccionario uno, bastante ideal y ansiado el otro. Más aun, cualquier agrupación joven tenía una posición activa respecto de la sociedad y la hacía saber mezclando la política con activismos de muy diferente cuño, pero siempre útiles para dar tiraje a la rebeldía juvenil. Los ídolos de aquella generación, personajes  selectos por vivir a fondo sus causas, no eran distintos a sus adoradores.


Hoy dichas causas políticas impulsadas por convicciones, expectativas, instinto gregario o lo que fuere, han dejado de existir como tales. Las causas o ideales aún existentes (ecológicas o humanitarias en su mayoría) no compiten en emoción con las ofertas del mercado. Con dinero se puede consumir de todo sin tomarse más tiempo que el que toma entretenerse. El aburrimiento -enemigo del consumo, el combustible que mueve al mercado- debe quedar a raya. Como dice Tironi parafraseando a Lipovetsky, la actual preponderancia del derecho al goce por sobre el deber y el compromiso determinan el actual escenario.

La explicación que yo me doy para entender este diagnóstico es la que vengo argumentando: los jóvenes actuales son hijos del mercado, no de las ideologías. Su atención, observo, no hace foco en algo que ataña a la sociedad en su conjunto. Ella se dispersa por cuanta oferta hay, y las ofertas, expuestas por los brazos mediáticos del mercado, son en verdad múltiples, muy variadas y dotadas, especialmente, de un poder seductor, simbólico e identitario mucho mayor que las ofertas políticas que cada cierto tiempo se acuerdan de los jóvenes. Y esto al punto que los jóvenes se parecen asombrosamente a esas ofertas. Muchos llegan a ocuparlas de modelo tal y como se les presentan en las innumerables vitrinas del mercado. ¿La razón? Así, tal como se venden, les dan el prestigio que ellos requieren. La creación de estas ofertas, que sigue una inteligencia de marketing probablemente más efectiva cada vez, determina que hablar de los jóvenes refiera hoy menos a una condición etaria o psicológica que a alguna agrupación con simbología particular, como los famosos pokemones, que tienen por lugar de encuentro las tiendas donde abastecen sus gustos y apariencia. Probablemente, la apreciación que tienen ellos de la sociedad está parcelada en conjuntos disociados de un todo unitario, aquella res publica de la que se ocupa la política.

Para jóvenes de mayor edad, empero, los problemas sociales que dan sentido a la política tampoco adquieren la suficiente notoriedad para despertar su interés. Viendo las cosas ahora desde este plano general, me pregunto: ¿qué es la sociedad hoy?, ¿qué es lo público? Casi todo se ha ido privatizando, pero en primer lugar la experiencia. El desarrollo económico impacta en el bolsillo, pero la mente y el comportamiento social se transforman. Los otrora ciudadanos han tendido hoy a convertirse en consumidores, reconocimiento de derechos incluido. Esta es hoy una sociedad cada vez menos asociada y confluyente en un todo y más fraccionada en partes disociadas de un centro orgánico. Las expectativas que alguna vez congregó la preocupación por lo público hoy son atraídas al mercado para satisfacer gustos e intereses de todo tipo, pero en general privados. Incluso el trabajo adquiere sentido en la medida que satisface el fin de poder participar más extensa y selectivamente de las ofertas omnipresentes.

De hecho, en el mercado se participa de muchos modos, no sólo de las ofertas de la moda o del día, de lo que se necesite o de lo que no se necesite pero se quiera tener quién sabe ya por qué, también de sus entretenciones públicas que atraen a jóvenes y adultos. La entretención ya es casi una máxima, una especie de derecho del consumidor que exige a los productos un formato ad hoc. Los noticiarios televisivos no son la excepción, y no sólo en Chile. Todo se convierte a esta lógica, no se sabe si primero fue el huevo o la gallina, la oferta o la demanda. El caso es que lo que le pasa a los productos también afecta a las personas. Pasa el tiempo y el comportamiento de éstas va reflejando la lógica del mercado, con agudizada competencia y exitismo en las instancias de trabajo y socialización, creciente adicción en las instancias de consumo y mayor hedonismo en las ocasiones de convivencia amistosa, todo condicionado por un deseo sobre-estimulado, como piensa Lipovetsky, que se impone con acentuada facilidad al deber.

En una sociedad donde la carencia ha cedido frente a la abundancia, no sorprende que la interacción con la realidad se articule crecientemente desde el individuo y escasamente desde la comunidad. Mimados por el mercado -otros lo estarán por el Estado- las expectativas no están asociadas a cambios sociales sino a cambios personales: más disfrute, más belleza corporal, encumbramiento social, adquisiones materiales, mayor productividad, etc. Por cierto, la riqueza del Estado conlleva también el aumento en la calidad de sus servicios y áreas de responsabilidad,  pero el destinatario no es el pueblo ni la gente, sino las personas o individuos.  La lógica del mercado, orientada por los factores de oferta y demanda, propone una inclusión económica, no social. Ésta entraña valores éticos, aquellas no. La ética va a dar a una suerte de utopía individual donde cada uno goza de derechos pero nadie puede imponerle deberes.  La sociedad, si alguien clama por cambiarla, es probable que deba parecerse a aquello que él o ella pretenden ser. Las etapas narcisistas se prolongan con los años como probablemente nunca antes. A falta de rey y con Dios devaluado, todos somos pequeños reyes y dioses. Todos somos jóvenes por más tiempo. La mecánica del disfrute gana terreno por sobre la del "deber",  palabra que se vuelve poco a poco menos comprensible. La invocación de deberes escasea mientras la de derechos abunda. Los deberes sociales, esas costumbres repetidas por generaciones que les fueron impuestas muy temprano incluso a nuestros padres,  en nuestro caso pueden esperar. Para los más jóvenes, quizás ya ni existan. Carecen de sentido.

Estos jóvenes adolescentes y veinteañeros tienen una amplia gama de identidades y asociaciones disponibles, la mayoría de ellas ligadas a bienes de consumo que constituyen la marca reconocible y a veces hasta congregante. Por otro lado, desde el punto de vista de sus intereses, los que podrían atraerlos hacia la política no son, ni ahora ni nunca, los principales gatillantes de sus acciones. De hecho los jóvenes se rigen más por expectativas que por intereses. Los adultos, por la sencilla razón de que han invertido su tiempo en poseer bienes de todo tipo, temen perderlos y se acostumbran a calcular los riesgos de sus decisiones. No por casualidad la política se parece hoy cada vez más a ellos, a gente mayor en quienes las expectativas van cediendo a los intereses y éstos van condicionando, con el menor riesgo posible, su voluntad y decisión.

Esta política anémica es difícil que remonte al punto de entusiasmar a los jóvenes, que por su parte demuestran una voluntad fatigada quizás a causa de tanto deseo consentido. El fenómeno MEO lo ha dejado bien claro. Los jóvenes en Chile siguen no estando ni ahí. Son, a diferencia de otros países, personas extremadamente descolgadas de las tradiciones de sus padres (considerando además que en Chile las tradiciones son escasas y escuálidas) y con fuerte afición a permanecer en una realidad paralela -típicamente adolescente y por lo tanto ajena al “mundo de los adultos”- en la que se sienten muy cómodos, quizás demasiado. Estando esa realidad paralela de tintes evasivos tan a la mano, la desidia que sigue a la satisfacción o que acompaña a entretenciones pasivas y sedentarias, ajenas a metas personales que requieran esfuerzo, crece y conspira contra la ejercitación de la voluntad. El resultado es que a los jóvenes les da “lata” hasta hacer una cola, aunque no si es para consumir.


Estos jóvenes -no todos, claro- se mueven por motivaciones que creen propias, pero que en verdad suele alimentar el mercado. ¿Podría surgir en este país una expectativa como la que hizo ganar a Obama en Estados Unidos? Post MEO, esta pregunta se hace cada vez más difícil de responder con un sí. ¿Y por qué se pudo en Estados Unidos? La pregunta queda planteada en caso de que se coincida en los supuestos aquí argumentados.

En la sociedad chilena, donde la capacidad de organización colectiva es muy baja y donde la vida doméstica reemplaza la vida pública, que se satisface bastante bien en la parcela televisiva o en el mar de Internet -dos placenteras pantallas que conectan con el mercado en la placenta hogareña-, la densidad de lo público desaparece detrás de tantos otros contenidos que apuntan más directamente a esta atención juvenil entrenada para la entretención.

Las vías de participación, los partidos, son ajenos a los jóvenes, y por lo mismo incluso a la realidad actual. No nos hemos dado ni cuenta, pero desde el 90 ningún partido nuevo ha surgido. El sistema binominal, ciertamente, entraba esta posibilidad mientras deja muy tranquilas a las dos coaliciones que se disputan el poder. Pero de fondo hay más que explicaciones solamente políticas.  La preeminencia del individuo, del gusto y el interés privados, no requiere del dirigente social que la política provee para prodigar satisfacción a sus problemas e ilusiones. Quienes tienen recursos para participar del mercado, allí irán a buscar soluciones. Si no, reclamarán a la autoridad, o bien -otro rasgo nacional-, se quedarán en la eterna queja. Si a la falta de recursos se añaden un carácter disipado y juntas descarriadas, el deseo ansioso o fetichismo esclavizante que el mercado y sus modelos pueden inducir favorecerá que dicha satisfacción se persiga incluso a punta de pistola, la tarjeta de crédito a mano para quien elige el camino más rápido. ¿Por qué desconocer los vínculos entre  el mercado y sus modelos y la ansiedad y hasta violencia resultante? Por supuesto, las drogas juegan aquí un rol, pero como instrumentos de satisfacción y evasión inmediata, están en la misma cadena.

¿En qué se parece esta socieadad a la que los partidos políticos se adecuaban? De hecho, la sociedad a la que la política está acostumbrada a dirigirse cuando enarbola banderas se ha desvanecido. Así las cosas, la decadencia de la política -si se quiere entender de este modo dramático- sería el reflejo, como corresponde a su nombre, de la situación de la ciudad. Sí, porque todo esto ocurre en la ciudad, donde el mercado se tomó la plaza pública y multiplicó los centros, centros que abundan ahora en todas partes y a la medida, centros que hacen perder el centro de referencia, esa utopía semántica que encarna la política, ella misma convertida ahora en un centro entre otros que debe competir por captar la atención. Y no la tiene fácil, pues sus competidores ofrecen utopías directo al deseo. No importa si son adictivas, lo importante es que sean de satisfacción instantánea.

1 comentario:

MARISEL dijo...

Francisco, te felicito por tu columna y por las imágenes que la ilustran, me hacen mucho sentido. Concuerdo plenamente con la escasez de compromiso ciudadano y la falta de deberes por no tener de convicciones claras, debido al sobre estimulo del deseo a consumir. Saludos!